Por: Natalia Gómez Peña
La guía que ahora tiene en sus manos se inscribe en el siguiente contexto.
Hugo Albeiro George Pérez y Luis Alberto Torres Montoya, del Movimiento Ríos Vivos y opositores al Proyecto Hidroeléctrico Ituango (Hidroituango), y Yolanda Maturana, líder ambientalista de Risaralda, son tres de los defensores ambientales asesinados en Colombia en lo que va de 2018. Sus asesinatos son una muestra del duro panorama al que se enfrentan las y los defensores ambientales en Colombia y, en general, en toda Latinoamérica. América Latina ocupa desde hace varios años el primer lugar en las estadísticas de homicidios de personas como ellas. En Brasil, en 2017, se cometió la mayor cantidad de asesinatos, 49, y Colombia le sigue de cerca, con 37 asesinatos reportados (Global Witness, 2017). Las cifras son cada vez más desalentadoras en el contexto de una región que posee una gran riqueza de bienes naturales y que al mismo tiempo es objeto de megaproyectos de inversión cuyos impactos recaen generalmente en las comunidades más vulnerables (indígenas, afrodescendientes y población campesina). Y a eso se suma la falta de acceso a la información y la notoria imposibilidad de participación de la gente afectada, igual que la continua impunidad de la que gozan los criminales.
La violencia surge, entonces, como consecuencia de un sistema que no garantiza los derechos y que afecta la democracia. La violencia llega muchas veces después de que las comunidades han carecido de acceso a la información, de que se les excluye en la toma
de decisiones y de que enfrentan barreras para acceder a la justicia en asuntos ambientales. De manera que se requiere que los Estados de la región asuman compromisos
efectivos para su protección, por que es notable la agresiva realidad que viven los defensores ambientales en Colombia y, en general en toda América Latina, y son contundentes las falencias en materia de implementación de los derechos que conforman la democracia ambiental: al acceso a la información, a la participación y a la justicia en asuntos ambientales.
El 4 de marzo de 2018, veinticuatro Estados de América Latina y el Caribe, incluido el de Colombia, adoptaron el Acuerdo Regional sobre Acceso a la Información, Participación y Justicia en Asuntos Ambientales para América latina y el Caribe (Cepal, 2018). Se le llamó Acuerdo de Escazú pues se adoptó en la provincia costarricense de este nombre.
El Acuerdo de Escazú es el primer tratado sobre medio ambiente y derechos humanos de la región y el primer instrumento vinculante en el mundo en el que se reconoce el rol de las personas defensoras del ambiente. En él se incluyen también obligaciones para su protección.
El tratado del que hablamos se cimienta en el Principio 10 de la Declaración de Río de 1992 (Varios Estados, 1992 a y b). Este principio establece que los derechos de acceso a la información, a la participación y a la justicia en asuntos ambientales son esenciales para tener una buena política ambiental.
Los Estados participantes en la negociación reconocieron que todavía, a pesar de que el Principio 10 se refleja en muchas de sus legislaciones en materia de implementación de los derechos, hay muchas falencias que causan conflictos, incluso, violencia. Por esta razón, se comprometieron en un tratado regional a garantizar la efectividad en la implementación de los derechos que componen la democracia ambiental. Cuando las personas están informadas y pueden influir en la toma de decisiones, es más probable que lo decidido garantice su derecho a disfrutar de un medio ambiente sano. Además, contar con un entorno saludable es una condición esencial para el ejercicio de los derechos humanos y para el respeto de la dignidad humana (véase Stec, 2015, 9, 10 y 11).
Los desafíos ambientales actuales de nuestro mundo demandan una implementación efectiva de los derechos de acceso en cuestiones ambientales para garantizar los derechos humanos y un futuro sustentable para nuestro planeta Los derechos de acceso se constituyen en una herramienta para la prevención y la solución de conflictos socioambientales.
Cuando las personas pueden ejercer su derecho a participar de manera efectiva en las decisiones que afectan su entorno, esas decisiones tienen más legitimidad y se pueden implementar mejor (véase Stec, 2015, 9, 10 y 11). Por lo tanto, una efectiva implementación de los derechos de acceso puede contribuir a prevenir conflictos socioambientales relacionados, entre otros aspectos, con la gestión y explotación de recursos naturales, y con proyectos de desarrollo.
En Colombia, país que lucha por terminar un conflicto armado de más de cincuenta años, una implementación efectiva de los derechos de acceso mediante una democracia ambiental fortalecida puede contribuir a construir y consolidar la paz. La democracia ambiental puede también aportar en la construcción de un país más equitativo donde quienes defenden el ambiente puedan ejercer su labor con todas las garantías.
Colombia y el Acuerdo de Escazú
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