Tomado de: www.connectas.org
Hace un año se terminó la mega-carretera Interoceánica Sur de 5.404 kilómetros de largo que conecta el Pacífico peruano con el Atlántico brasileño. Con ella nacieron cientos de oportunidades de riqueza y desarrollo, pero también grandes desafíos ambientales y sociales. La carretera abrió un vasto sector de la selva más apreciada del planeta a la economía mundial. Miles de personas están llegando a habitarla, y algunos otros a montar sus negocios desde países como China, Rusia, Francia, México o Chile. La triple frontera de Brasil, Perú y Bolivia, otrora poblada sólo de árboles centenarios, vida salvaje, y unos 100.000 habitantes en sus sectores más conservados, ahora se llenó de ruido: la música de los pueblos nuevos, el zumbido de las motosierras, el bullicio de los comercios de toda índole y el estruendo de potentes motores arrancándole el oro que oculta su tierra roja. Brasil, la sexta economía del mundo, fue el promotor de la obra, pues necesitaba una línea directa para sacar sus productos hacia los ricos mercados asiáticos en el Pacífico. También era una manera de integrar las ciudades más remotas de cada uno de estos tres países: Puerto Maldonado en Perú; Cobija en Bolivia; y Rio Branco en Brasil.CONNECTAS recorrió cerca de 700 kilómetros de la Interoceánica que une a estas tres poblaciones en el centro amazónico del continente y en su área de influencia, y presenta la historia de los cambios que ésta trajo en el medio ambiente y la vida de la gente.
En esta triple frontera selvática, tres fuerzas se disputan el desarrollo. Están los conservacionistas que quieren que el Amazonas siga intacto y su biodiversidad sólo sirva a los investigadores y a la contemplación de los que gustan del turismo ecológico, y que sus frutos naturales sea el sustento de los habitantes tradicionales. Están los desarrollistas, que creen que se pueden extraer valiosos recursos, como la madera y el oro, en forma racional, con un buen control estatal. También ven en esos territorios un potencial para expandir la frontera agrícola y ganadera, tumbando y quemando monte. Y están los destructores, sobrevivientes unos y criminales otros, que ya están sacando los minerales y cortando los árboles sin permiso ni regulación de la autoridad, sobre todo en Perú y Bolivia.
La carretera además conectó la selva con la modernidad y así atrajo a miles de nuevos habitantes en busca de un futuro. Los pequeños y tranquilos pueblos no alcanzaron a prepararse para la inmigración masiva que los ha hecho crecer de repente. En los últimos cinco años, que es el tiempo en que la carretera se construyó, sus otrora pequeñas poblaciones han duplicado el número de sus habitantes como el caso de Puerto Maldonado que hoy se ve en apuros para acomodar a sus 200.000 ocupantes. No tienen los servicios necesarios y en el hacinamiento y la mala vida, ha empezado a crecer el crimen. La interconexión también le abrió el paso al narcotráfico y la trata de personas en un espiral de ilegalidad y caos que según lo reconocen las autoridades locales amenaza seriamente la otrora tranquila región.
La Interoceánica es como un cordel que entreteje todas estas realidades.
Mientras tanto, el intercambio comercial, su principal razón de existir, apenas empieza a dar resultados. La actividad mercantil es más fruto de la integración de estas poblaciones que estaban aisladas hasta ahora, que del intercambio transnacional. En la región, la pujante economía de Brasil es la que impone el paso. Ante los retos que existen el dinamismo de varias organizaciones de la sociedad civilcontrasta con la presencia Estatal que luce bastante tímida. Al igual que el insuficiente rol del Banco de Desarrollo de América Latina (antes Corporación Andina de Fomento – CAF) uno de los principales financiadores de la mega-obra, y que tiene como misión promover el desarrollo.
Proyectos de esta magnitud, son un buen espacio para transformaciones emblemáticas en el continente. No repetir los errores que América Latina ha cometido en el pasado es clave para evitar que se profundice la inequidad y pobreza. Hacer las cosas con los mínimos presupuestos posibles significa perder oportunidades para saltos reales en el desarrollo de la región, y puede convertir grandes intervenciones como la Interoceánica, en punta de lanza de una lastimosa devastación social y ambiental.