Columna publicada originalmente en Semana Sostenible

Tanto el oleoducto en Dakota del Norte como el fracking en San Martín son ejemplo de un desarrollo mal concebido, que no toma en cuenta a las comunidades, y que desconoce la importancia de las energías renovables. 

El estado de Dakota del Norte en Estados Unidos vive actualmente una tensa situación por cuenta de la construcción de un oleoducto que amenaza con afectar la reserva indígena Sioux Standing Rock y, en especial, el suministro de agua para sus 1.000 habitantes. De acuerdo con la comunidad, la ruta trazada para el oleoducto inicialmente contemplaba pasar bajo el río Missouri hacia el norte de Bissmarck, la capital del Estado. Sin embargo, la oposición que enfrentó el proyecto allí y las amenazas que significaba para el agua de la ciudad hicieron que el trazado se modificara y que ahora se pretenda atravesar el río pasando por el territorio de la tribu.

Lo que empezó como una protesta de los  habitantes de la reserva se ha transformado en un movimiento nacional, y miles de personas, en especial de otras comunidades indígenas, han llegado para apoyar la causa. El movimiento ciudadano ya tuvo su primera victoria cuando el pasado 9 de septiembre el Departamento de Justicia decidió suspender temporalmente el proyecto y elevó serios cuestionamientos sobre los procesos de consulta previa en el país. Este pequeño triunfo fue acogido por los indígenas norteamericanos como una gran victoria para la protección de sus territorios ancestrales. Ahora la tribu está a la espera del resultado de un proceso judicial que finalmente decidirá la suerte del oleoducto.

Una situación similar, aunque con menos impacto mediático, se vive en Colombia, exactamente en San Martín (Cesar), donde la comunidad lleva varios días impidiendo que la empresa ConocoPhilliphs ingrese a su territorio para iniciar las actividades del contrato de fracking que le fue concedido. La comunidad se opone radicalmente a este proyecto con base en los grandes impactos que tiene la fracturación hidráulica sobre el agua, los suelos, la salud e incluso el aumento de la sismicidad en las zonas donde se realiza. Impactos que científicos de todo el mundo han documentado y que han llevado a que esta técnica sea prohibida en varios países, pero que al parecer en Colombia no han sido valorados de la misma manera.

Tristemente la situación de los campesinos de San Martín no ha despertado una ola de indignación entre la población colombiana, ni mucho menos el interés de los medios. Y el conflicto continúa. Mientras tanto, los líderes de la protesta y los miembros de las organizaciones ambientalistas que apoyan a la comunidad son objeto de amenazas.

Tanto el oleoducto en Dakota del Norte como el fracking en san Martín son ejemplo de un desarrollo mal concebido, un desarrollo que no toma en cuenta a las comunidades, y que desconoce la importancia de que los países transiten hacia las energías renovables y dejen de depender del petróleo. Proyectos como estos, que amenazan con afectar gravemente a los pobladores de una región y al medio ambiente de todo un país, están muy lejos del tan anhelado desarrollo sostenible que se supone los Estados buscan alcanzar.

A pesar de sus diferencias, ambos procesos sociales son reflejo de comunidades comprometidas con la justicia ambiental. Comunidades cuyos derechos no han sido respetados y que han sido excluidas de los procesos de toma de decisiones. Comunidades que demandan la garantía de sus derechos y la protección de su medio ambiente.

Quizás nuestras autoridades puedan revisar el ejemplo del Departamento de Justicia norteamericano y, con base en el principio de precaución, decidan suspender las obras en San Martín. Las comunidades unidas seguirán reclamando sus derechos y la protección del medio ambiente, sin los recursos o el apoyo con que cuentan los indígenas norteamericanos, pero con la misión de proteger su territorio.