Columna publicada en   Semana Sostenible

Por:

Margarita Florez,

Abogada, Directora de Ambiente y Sociedad

Si se quieren evitar nuevas consultas populares, hay que otorgarle a los derechos humanos y a los ambientales el mismo nivel de estabilidad legal que tienen las inversiones económicas.

El sábado 25 de marzo escuché una entrevista con un dirigente gremial de la minería, quien manifestaba un alto nivel de preocupación por el hecho de que muchos municipios estuvieran preparando procesos de consulta popular, y se acudiera a ese mecanismos respecto de explotaciones mineras, petroleras, y energéticas como hidroeléctricas.  Él mencionaba la seguridad jurídica como argumento principal para oponerse a esa clase decisiones que, a su parecer, erosionan los derechos de los inversionistas y conducen al país a un retroceso en su desarrollo.

En  otros países como Suiza se comienza justamente por ahí, deliberando en las localidades, con sus autoridades y con la ciudadanía la conveniencia o no de un proyecto o de una norma que pueda causar algún impacto en su territorio. Esa democracia directa podría estar en la base de su desarrollo político y económico. También es cierto que en otros lugares esto se desconoce, como recientemente se vio con el oleoducto de Dakota Access, que había sido suspendido, pero el nuevo gobierno estadounidense lo autorizó.

Acá en nuestro país la consulta es un derecho que nos asiste a los ciudadanos y su resultado es vinculante si se cumple con el umbral, y se acoge la decisión de la mitad más uno de los votantes, como se ha consagrado en fallo de la Corte Constitucional. Además, el título concedido por el estado a un particular no es un derecho inamovible grabado en piedra. Este puede ser modificado, y este aspecto sería determinante para incorporar los criterios ciudadanos en la decisión. Más tratándose de un acto administrativo por medio del cual se expide el título, que se ha otorgado sin mediar trámite local, sin siquiera una socialización con la población del sitio seleccionado. Las regiones y municipios son sorprendidos a diario con declaratorias que les modifican sus estilos de vida, sus inversiones económicas, sus apuestas sociales y ambientales, y encima se les sostiene que es en su favor.

Ante el catálogo de los derechos provenientes de los acuerdos sobre libre comercio que se firmaron en gran cantidad en la década pasada, cuyo pilar es la noción de seguridad jurídica de las inversiones, muchos advertimos que era el principio del desconocimiento de otros derechos. Que en esos tratados había que prever excepciones que garantizaran los avances normativos en materia social y ambiental, pues el desnivel de la protección justificaría adelante  apelar a la preeminencia de unos derechos sobre otros. Esto es lo que se está viendo en las demandas elevadas por la delimitación de Santurbán y la del Parque Nacional Natural  Yaigojé Apaporis, por ejemplo.

Lo que creemos es que si se quieren evitar nuevas consultas ciudadanas con el argumento de mantener la seguridad jurídica, estilo Cajamarca, Cabrera, El Quimbo, y las que ahora se avecinan en otras partes del país, hay que otorgarle a los derechos humanos y a los ambientales el mismo nivel de estabilidad legal que tienen las inversiones. Es un principio la reafirmación del derecho a la consulta, y la posibilidad de revisar los títulos mineros, pues no es posible seguir aduciendo de un lado plenos derechos para los sectores productivos, mientras que la conservación del agua y de los páramos sea un asunto de segunda clase, que tiene que ceder en favor de “intereses superiores”.

No creemos que haya nada por encima del derecho al agua, al suelo, al territorio, a los servicios ambientales porque constituyen la base de las economías locales, y aseguran la simple supervivencia humana. Cajamarca lo demostró este domingo: el 97% de sus habitantes prefiere seguir siendo un municipio agrícola, de pequeñas economías, y es otro ejemplo de la resolución de la tensión entre derechos ciudadanos y otros que protegen la inversión